UN BONIC CONTE:

Us paso un bonic conte escrit per un company i bon amic de feina. RAUL HOCES. Espero que us agradi tant com a mí…

ZAPATILLAS MÁGICAS

No es un donativo, un regalo o un préstamo. Es una herencia. Mis zapatillas son para ti. Aprende a usarlas como yo lo he hecho y un día podrás dárselas a la persona que más quieras. Yo soy feliz ahora gracias a ellas y tú lo serás si eres capaz de permitirles actuar con toda la magia que llevan.

Después de esas palabras, que hicieron a mi hermana pequeña abrir sus enormes ojos curiosos hasta casi deslumbrar mi casi extinguida presencia, aproveché el éxtasis de atención conseguido para contarle despacito, como sólo el estado en el que ya me encontraba me permitía hacerlo, la breve historia de mis zapatillas mágicas.

Todas mis amigas habían pedido ropa para Reyes. A mí me apetecía cambiar de vestuario, pero nada de lo que me hubiese gustado pedir me quedaba bien. Mis caderas eran escandalosamente anchas, mis pechos no entraban en las camisas de moda, mis brazos parecían salchichas en cualquier manga. Definitivamente, no había tallas para mí. Cada vez que iba de compras con mi madre acabábamos enfadadas, ella por que a mí no me gustaba nada, yo por que se empeñaba en que me probase ropa de tallas para elefante.

Un día, cuando ya faltaba poco para Navidad, llegó a casa un catálogo de venta por correspondencia. Era una publicación nueva, que no había llegado nunca antes y en la que vendían material de deporte, vestidos de fiesta, gafas, gorros, componentes informáticos, vehículos de ocasión, pinzas para el pelo, artículos de broma, muebles, bisutería, lencería íntima y del hogar, electrodomésticos, tratamientos de belleza, divisas extranjeras y cualquier otra cosa que se pudiese buscar. Lo más extraño es que la revista no medía más de un palmo y, cuando la cogías, parecía tener no más de diez páginas. Sin embargo, una vez que te ponías a ojearla, podías estar horas viendo cosas sin que se acabase. Un poco extrañada, solté la revista sobre la mesa del comedor cuando, en medio de la sección de muebles coloniales y accesorios, sonó la sintonía del telediario en la tele y me di cuenta de que llevaba más de dos horas repasando artículos. Cené con mi familia, dejando, como era ya mi costumbre, la mitad de la comida de cada plato, con la siempre sana intención de, algún día, comprarme la camiseta más estrecha de la tienda y lucir un tipazo de escándalo delante de mis compañeras de clase. Sin hacerle caso al postre, mientras oía los acostumbrados reproches de mi padre y las burlas de mi hermano, me levanté de la mesa y me fui a mi habitación, donde estuve escuchando música y hablando por teléfono con mis amigas.

En algún momento de la noche me quedé dormida y fue el despertador lo que me hizo saltar de la cama a la mañana siguiente. Misteriosamente, el catálogo estaba en mi mesita de noche, abierto por una página de material deportivo. Somnolienta, eché un vistazo a la revista y unas zapatillas blancas de entrenamiento, en una foto grande con una sombra artificial a su alrededor, llamaron mi atención. Junto al precio, aparecía un texto en el que ponía: “Consigue el peso ideal con las Trainning White Shoes”. En ese momento me pareció un buen regalo de reyes, así que me vestí y bajé a la cocina con la revista en la mano. Encontré a mi madre tomando un café y le comuniqué la grave decisión: “Mamá, ya sé lo que quiero de regalo”.

Las zapatillas aparecieron junto a mi cama el día seis de enero. Blancas, radiantes y estupendas. Me las puse antes de quitarme el pijama, bajé a la cocina con ellas puestas y me sentía ya más ligera, pletórica. Tanto, que ni siquiera probé bocado del elaborado desayuno que mi madre había preparado para la ocasión. Me sentía mucho más que calzada con ellas. Cuando volví a subir a mi habitación, para vestirme y salir a dar una vuelta con mis amigas, vi en el suelo, en el sitio donde había aparecido mi regalo, un folleto. Lo cogí y empecé a leer con avidez lo que enseguida reconocí como un manual de instrucciones.

En realidad, era muy fácil hacerlas funcionar. Te servían, simplemente, para lo que tú las quisieras. Yo quería adelgazar, perder el peso que me hacía parecer diferente a las niñas de mi edad, ser una chica normal, atractiva y especial a la vez. Para ello, debía vencer la oposición de mis padres, demasiado preocupados con mi salud. Las zapatillas lograban exactamente eso, vencer la oposición familiar.

Al cabo de un par de meses de llevar las zapatillas, mi aspecto era ya mucho mejor. Mis caderas ya no abultaban como si llevase dos sacos de arroz a los lados, mi cintura se podía rodear con el último agujero de cualquier cinturón y mis pechos no amenazaban con salirse de las blusas que, entonces ya sí, me compraba en las tiendas de moda.

Mi madre me había llevado a la farmacia varias veces. Me acompañaba personalmente y recogía el ticket de la báscula electrónica antes de que yo pudiese escondérselo. Pero las zapatillas, que yo siempre llevaba puestas, cumplían su cometido y, a pesar de las evidentes señales de que estaba mucho más delgada, en la báscula aparecía invariable y perenne siempre el mismo peso. Cincuenta y cuatro kilos, acompañados en el papelito que expendía la máquina por una frase que tranquilizaba a mi madre: “Peso idóneo para su estatura”.

Aprendí a vestirme, mientras estaba en casa, con ropa ancha, mullida y que me daba un aspecto más rollizo, para poder continuar con mi plan sin necesidad de oír los comentarios y reproches de mi padre, mi madre y hasta de mi hermano, que en los últimos tiempos estaba más cariñoso conmigo y ya no me desesperaba con sus bromas.

Un buen día, después de pasar los dos últimos en cama, con fiebre y algo de debilidad, se presentó en casa un doctor. Después de examinarme en mi cama salió de la habitación con gesto circunspecto y cerró la puerta tras de sí. Yo entendí que pretendía pronunciar su diagnóstico a mis padres sin que yo lo oyese, pero hice acopio de fuerzas para andar hasta la puerta y apoyar mi oreja en la fina madera.

El dolor de cabeza y la niebla que me envolvía en mi cuarto no me dejaba distinguir la voz del médico de la de mi madre o mi padre, todo lo que oía era como un discurso continuo que a veces se contradecía, a veces gritaba, a veces sollozaba e incluso gemía. Entre tartamudeos, alcancé a escuchar algunas palabras, sin saber de quién partían. Algún “¡Dios mío!” algún “no se puede hacer nada”,algún “es demasiado tarde”, algún “lo siento”…

Mi hermana tiene ahora la oportunidad de conseguir lo mismo que yo. Ser etérea. Desde una posición superior e incorpórea he visto llorar a mi madre, a mi padre y a mi hermano, he visto mi cara cubierta con una sábana, una cara hermosa, delgada, como de una modelo, con una expresión de placidez en la cara, reflejo de mi estado actual.

Soy viento sin materia, no tengo volumen ni peso, floto sobre el mundo, mi anhelo es realidad y yo misma soy anhelo cumplido, fantasía real que no ocupa nada y todo lo cubre. Soy feliz.

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